De aventura por Tanzania

Hola, me llamo César Ferrero, soy de Lasarte (Gipuzkoa) y estoy aquí porque estudié Periodismo en Pamplona, como mi gran amigo José Antonio Arcos. Todo un embajador de su tierra, sí señor: el primer día de clase se nos acercó, uno por uno, a todos sus nuevos y desconocidos compañeros de clase. Presentándose así, sonriendo con toda la cara, desde los ojos hasta la boca:

– «Hola, ¿qué tal? Me llamo José Antonio, y soy de un pueblo que quizá no conozcas, ¡pero que es muy especial!, se llama El Ejido, está en Almería».

Y hasta hoy. Han pasado dos décadas, y ahora él idea y escribe su blog del sector hortofrutícola, bien unido al ‘mar de plástico’ que circunda su amada localidad. En dicha materia es el mayor experto conocido, al menos por mí; mientras tanto, yo he despuntado bastante menos. Él quiso ser periodista y vinculado a su tierra, y aquí lo tenéis. Yo, biólogo, y me tengo que contentar con algunos viajes ‘biológicos’ que me saquen de mi rutina oficinista. Pero todavía no he despertado del mejor de todos, hace escasas semanas. Digo despertado porque ha sido un sueño cumplido.

Que sepáis que José Antonio, sin él intentarlo, me demostró mucho con su ejemplo vital de años, y espero que alguna vez os hable de sus tiempos románticos. Con su iniciativa y optimismo, me enseñó una lección clave: los límites, básicamente, se los (im)pone uno mismo. Es una generalización, sí, pero en esencia es la verdad. E inspirado por él, entre otros, este junio he hecho real el objetivo más antiguo que me recuerdo: visitar las grandes planicies de África oriental, contemplar con mis propios ojos el último escenario de grandes migraciones masivas de mamíferos, y de lucha para comer y no ser comido.

Semana a semana, fascículo a fascículo, mi madre –a la que no le conozco pasión alguna por los animales- coleccionó la Enciclopedia Salvat de la Fauna de Félix Rodríguez de la Fuente. Eran los 70, yo no era ni un proyecto, a ella no le interesaba el tema, ¿por qué lo hizo? Quién sabe si algo le hacía sospechar quién vendría después. El caso es que esos 11 tomos son  algunos de mis más preciados tesoros. Empieza la obra por el continente africano, y aparte de fabulosas fotos y lujosos textos, hay dibujos en blanco y negro. Bueno, ¡dejaron de ser exactamente así! Lucen pintados escrupulosamente a rotulador ‘Carioca’ por el pequeño César… que siempre deseó protagonizar él esos relatos.

Así que tenía una cita en África desde antes de saber leer. Y para un naturalista frustrado, la meca está en Tanzania. Después de mucho ahorro para tratar de disimular el mileurismo, allá he ido para 10 días inolvidables: un safari –palabra en suajili que significa literalmente “viaje”- por algunos de los mejores santuarios de vida salvaje del mundo. ¿Algún detalle?, es difícil elegir. Me deleité con los gigantes del Parque Nacional de Tarangire, léase las manadas de elefantes que pastan junto a los inmensos baobabs, esos árboles que parecen tener las raíces donde debiera estar la copa, y viceversa. Me recreé en el vuelo y el trino de las cientos de especies de aves del lago Manyara, con las jirafas recortándose en el horizonte.

Hubo mucho más. Contemplé extasiado los preparativos del ‘eterno retorno’ de las inmensas manadas de ñus y cebras, que cada año emigran de las planicies tanzanas del Serengeti (“La Llanura Sin Fin”, en lengua nativa) a su continuación en las tierras kenianas del Masai Mara. Demostrando así, una vez más, que las fronteras son invenciones nuestras. O escuché sobrecogido el casi afable aullido de las hienas (de menos a más, “uúÚ, uúÚ”) merodeando cerca de las tiendas de campaña bajo la reina de las noches estrelladas. Así como esperé el desenlace del cara a cara del león y el búfalo, los dos mirándose quietos como estatuas esperando un movimiento en falso del otro. Fue en el cráter del Ngorongoro, uno de los mayores (19 kilómetros de diámetro) del planeta, y el más intacto.

Solo son pinceladas no de un cuadro, sino de un abanico de museos espontáneos que nunca saldrán de mi memoria. Y de paso, dado que otra de mis vocaciones no excluyentes es el senderismo, dediqué otro puñado de jornadas a escalar el Kilimanjaro, justo antes del safari. Según la leyenda, George Mallory, quizá el primer occidental que pisó la cumbre del Everest –no lo sabemos: murió en el intento-, aseguró que la razón para tratar de conquistar el pico más alto del globo era simplemente “porque está ahí”. En mi caso así ha sido con la cumbre más elevada de África: yo iba a por animales pero el ‘Kili’ o Uhuru Peak (‘Pico de la Libertad’, 5.895 metros) estaba literalmente “ahí”, en el mismo norte de  Tanzania, cerca de todo lo demás.

No me quedaba más remedio que intentarlo, y me fue bien, pero no soy ningún héroe: realmente está al alcance de cualquiera. Pese a ser tan alto apenas hay nieve o hielo, por lo cerca que cae del ecuador. La táctica es ir despacio, para que el cuerpo se adapte a la progresiva falta de oxígeno (el famoso ‘mal de altura’). Y lo demás es disfrute: el Kilimanjaro te llenas de paisajes volcánicos excepcionales, y lo remata con la sensación psicológica de tener todo un continente a tus pies. Ése que parece que me aguardaba desde antes de yo existir, y que me ha recibido como si nos supiera emparentados. Como el tío abuelo con el que nunca tuviste más contacto que las historietas antiguas de otros, y que sin embargo te abre la puerta de su casa en la aldea, con un plato suculento y humeante esperándote sobre la mesa.