Atardeceres. Llegando a medias, que no a mediados del mes de diciembre. Y encontrando frente a esas charcas el silencio y color que completa tu llegada. Frente a tanto ruido, de tímpanos y memorias, perderse una tarde entre las dunas de San Pedro del Pinatar es similar a recuperar oído y agudizar memoria.
San Pedro del Pinatar es el último pueblo antes de penetrar en la provincia de Alicante. A solo doce kilómetros al norte está Torrevieja, hacia el interior campos y más campos de la huerta murciana de la que hablaré mañana, y hacia el sur el Mar Menor. San Pedro del Pinatar está al norte de este mar interior, rodeado de los altos médanos que describía Eduardo Galeano en su libro de los abrazos. A la izquierda de alguno de esos brazos se abre el Mar Mayor, con olor a Mediterráneo, y a la derecha el segundo de los brazos, que se une al primero en un fundido abrazo, se topa con ese Mar Menor, con olor a gaviota y color a naranja a punto de cerrar la tarde.
Entre tanta poesía en los sentidos se olvida el relato del pimiento, de la alcachofa o el apio. Y es que Ana y yo estamos en Murcia por trabajo. Esa misma mañana y ese mismo mediodía hemos recorrido campos en la calle de brócoli, lechuga e incluso calabacín. También hemos visto esos invernaderos tipo parral y escuchado las explicaciones por las que aquí no hay espacio para el ‘raspa y amagado’ (cuestiones de pluviometría, principalmente). Pero todo tiene su tiempo. Así que después de dejar el bolígrafo y el papel en el maletero es momento de hacer aquello que desintoxica mente y cuerpo. La playa de la Llana es ese bálsamo.
Atardeceres.
A orillas del Mar Menor.
